martes, febrero 21, 2006

Delicias

DELICIAS

Tal vez si aquella mañana de junio no se hubiera filtrado fulgurante y asombrosa por la ventana de su habitación Inés no habría decidido en aquel mismo momento cambiar de vida. Vivía en una buhardilla situada en el séptimo piso de un edificio viejo y destartalado, con desconchones en la fachada y escaleras de madera carcomida que se encontraba en el Paseo de las Delicias. Desde su ventana se levantaba el amanecer como un espectáculo de luz y fuego y las golondrinas imponían su canto al de cualquier despertador pues los rigores del calor obligaban a mantener las persianas subidas y los cristales abiertos durante toda la noche. Inés se despertaba aturdida y ojerosa con los primeros claros maldiciendo lo tarde que se fue a dormir la noche anterior y prometiéndose, inútilmente, que a partir de esa misma noche se iría a la cama temprano para poder dormir aunque fueran seis horas. Inés, la mayoría de las noches, dormía sola.

Aquella mañana se levantó chorreando y con la camiseta de algodón que usaba a modo de pijama empapada, tenía el corazón desbocado y aquel despertador parecía haberla rescatado de un estado de profunda angustia. Al encender la luz comprobó, decepcionada, que el mundo aún no se había derrumbado bajo sus pies y por lo tanto tendría que ducharse, vestirse y prepararse un café en la media hora siguiente si no quería volver a llegar con retraso a su trabajo de contable y en realidad de chica para todo en una empresa de artes gráficas situada en el polígono de San Blas.

Mirándose en el espejo mientras apuraba el último sorbo de su café comprobó que no quedaba nada de aquella chica que hacía ya diez años se licenció en ciencias políticas con la determinación de vivir en completa libertad.

Se calzó unas sandalias de cuero, sencillas pero muy elegantes y se quitó los pendientes, sus ojos de color miel se iluminaron y por un instante se abrió un atisbo de sonrisa que atravesó su cara de izquierda a derecha como una pincelada sutil y precisa de acuarela rosa y que tras pasar por risa desembocó en una carcajada estruendosa e histérica. Se reía de sí misma y de sus contradicciones, se reía del mundo y de su vida y así en pleno arrebato abrió el grifo del lavabo y metió su cabeza bajo el agua helada. Sus músculos se contrajeron y se le puso la piel de gallina, mientras el agua resbalaba enredándose entre los bucles negros de su pelo, con ambas manos se frotaba la base de la nuca, masajeándose despacio.

Al cerrar el grifo se incorporó un tanto aturdida y se miró muy fijo en el espejo viendo como el agua chorreaba por los hombros, y empapaba la camiseta de tirantes que había elegido esa mañana. Al verse pensó que tanta soledad le estaba volviendo loca y cuando quiso darse cuenta estaba en el vestíbulo de la estación de Atocha sin más equipaje que una vieja mochila de cuando era estudiante y sin más destino que el que la fortuna le asignara. Respiró hondo, muy profundo y se dirigió al mostrador de venta de billetes, un empleado joven y atractivo le recibió con su mejor sonrisa, tan diferente de la prepotente carcajada que le dirigió un empleado bigotudo y seboso en la estación de Irún justo un año antes, cuando se quedó perdida y abandonada en aquella ciudad desconocida. Ahora era absurdo pensar en Ibai, había cambiado tanto su vida en ese tiempo, que parecía un fantasma de la adolescencia reaparecido tras la sonrisa del empleado de RENFE.
- Buenos días ¿qué desea?
- Hola, ¿hacia dónde va el próximo TALGO que salga?
- A Cádiz
- Déme un billete por favor.
- Dése prisa que sale en cinco minutos.
- Muchas gracias.
Mientras atravesaba los barrios de la periferia y los polígonos industriales del sur de Madrid el móvil palpitaba, apagado, en el interior de su bolso tanto como su corazón. Recordaba el día en el que conoció a Ibai cuando trabajaba en una empresa de extrusión de aluminio, también allí era algo parecido a una contable e Ibai era el delegado comercial de la zona norte. Recordaba cómo se miraron durante la cena de navidad avergonzados primero y provocándose después en medio de los compañeros, la mayoría perfectos desconocidos, que comían ajenos a sus miradas. Ya en el bar Ibai necesitó dos copas para acercarse a Inés para decirle muy despacio y sin dejar de mirarla
- Aquí ya no me miras
- ¿y tú quién eres?
Preguntó Inés fingiendo no conocerle.
- Soy Ibai Lekumberri, el delegado del área II
- No me suena tu nombre
Mintió Inés.
- Así que tú eres la del teléfono.
Afirmó Ibai convencido dejando en evidencia a Inés, que se sonrojó.
- ¿Conoces Madrid?
- No, sólo he venido dos veces.
- Vámonos de aquí, te voy a enseñar el mejor bar de Madrid. ¿Te gusta bailar?
- No es lo que mejor se me da, vamos.

Salieron durante toda la noche, tomándose una copa en cada bar y terminaron bailando desenfrenadamente en la sala El Sol, cuando salieron de allí el día empezaba a clarear y los dos se refugiaron en el piso de Inés, haciendo el amor hasta que el sueño les venció, envolviendo la habitación de una mezcla de sudor, alcohol y soledad.

La mirada fija más allá de la ventanilla seguía el vuelo de algunos pájaros mientras sus ojos revivían aquella primera noche con Ibai, recordaba su olor y su espalda, la fortaleza de sus hombros y la flexibilidad de sus caderas, sus manos grandotas y torpes, no había podido evitar enamorarse aquella misma mañana aunque Ibai siempre supo jugar bien sus cartas, era un comercial muy hábil precisamente porque sabía manejar como nadie los estados de ánimo de las personas, siempre decía lo que uno necesitaba escuchar en cada momento, pero nunca se enamoró de Inés, durante los cuatro años siguientes le unió a ella el deseo, el cariño, la piedad o la ternura pero nunca el amor, además vivía en Bilbao por lo que entre semana podía llevar sin demasiados agobios la relación.

Se preguntaba dónde estaría Ibai ahora mismo, no le veía desde el día en que le dejó plantada tras una discusión en la playa de Fuenterrabía y, secretamente, sabía que se sentiría orgullosa de ella y de lo que estaba haciendo en aquel momento.

Sus recuerdos volaban casi a la misma velocidad que aquel tren, en su cabeza se agolpaban Ibai, la universidad, su primer trabajo, aquel viaje a Dublín durante un verano, y por su mejilla se deslizó furtiva una lágrima que no pudo contener.

Ya hacía tiempo que había dejado atrás el universo gris y opaco de fábricas y de naves industriales y con el sol ya bien alto la luz de los campos maduros de la Mancha iluminaba sus pupilas. En aquel momento se preguntó qué estaba haciendo, hacia dónde quería huir y por qué había renunciado de aquella manera tan absurda a una vida más o menos acomodada. No tenía una respuesta para ninguna de esas preguntas y sin embargo tenía la certeza de estar actuando de forma valiente y sentía ese cosquilleo en la tripa que provoca el vértigo.

El tren seguía impasible su camino ajeno a todo lo que pasaba en su interior, hacía ya tres horas que había salido e Inés recordó que aún no había desayunado y empezó a sentir un hambre voraz por lo que decidió acercarse al vagón restaurante. Tras superar su enfado inicial por los precios se decidió a pedir un montado de tortilla y un refresco, el camarero, un tipo seco con las mejillas sonrosadas le atendió con su mecánica destreza, como si se tratara de una máquina. Inés seguía pensando en Ibai y en lo hostil que era todo el mundo y se sintió por un instante frágil y desamparada, le estaba resultando muy difícil reconstruir su vida y nadie parecía animado a dedicarle una sonrisa cálida y sincera.

Involuntariamente vio su reflejo en la ventanilla y se descubrió sola, derrotada, vencida y huyendo cobardemente de sí misma y de sus miedos, de su incapacidad para olvidar a Ibai, de las promesas rotas del trabajo, la amistad y la vida.
Cuando el tren se detuvo en Córdoba Inés cogió su mochila, bajó con cuidado los escalones y se dirigió a la ventanilla de información, mientras llegaba llamó al trabajo inventando una diarrea, estaba nerviosa, confusa y muy triste cuando pidió un billete que le llevara de vuelta a Madrid.

Pamplona (Julio-Noviembre 2005)

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